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Archivos Mensuales: julio 2022

Carlitos y su templo del óxido

Es difícil hacer amigos en la adultez. Es una etapa escasa de tiempo libre que no se emplea conociendo a nuevas personas para hacer travesuras o para encontrar complicidad con la chica que te gusta. La mía no es una excepción. No voy por el mundo buscando nuevos amigos, mucho menos cuando en mi tiempo de ocio prefiero estar solo.

Un día entre en su casa con algún pretexto social. Tal vez era el cumpleaños de su hija o de su futuro yerno (mi amigo). No recuerdo. Para lo que quiero contar, lo importante es decir que llegué a su casa al anochecer y de las tres cosas que habitan la Tierra y me hipnotizan, las tres aparecían en su casa a medida que yo avanzaba del living al patio: en el escritorio descansaban los libros, el fuego habitaba el asador y en el fondo yo intuía un taller, lo que significaba que el templo del hierro era custodiado por máquinas.

Las presentaciones de rigor no se hicieron esperar: Carlos, él; él, Carlos. Y ahí estamos los dos, en el patio, hablando inocentemente mientras las palabras, nada inocentes, se van trenzando alrededor de libros, fuego y máquinas. En la esgrima de la conversación, el misterio se devela: el fondo de su casa era el espacio de tesoros que para la mayoría de las personas solo significan herramientas, fierros, cables y otras porquerías.

Pero ese día el templo estaba vedado para mí. Todavía no habíamos desarrollado la confianza necesaria para exigirle que abra el taller un día cualquiera a las diez de la noche y en el medio de un evento social para mostrarme la soldadora de arco. Solo pude contemplar la puerta de chapa y ese fue todo mi consuelo. Las palabras se fueron apagando como las llamas; como cualquier conversación entre un invitado y el futuro suegro de tu amigo. Pero si hay libros, fuego y máquinas, esa conversación está condenada a continuar.

Yo tenía por costumbre salir a caminar los días sábado y recorrer las calles de mi barrio, su arquitectura, los comercios. En uno de esos paseos desvié ligeramente el rumbo hasta encontrarme de pie frente al timbre de su casa. Esa tarde, finalmente, las puertas sagradas se abrieron para mí y los tesoros fueron exhibidos. De los mates pasamos a la cerveza y el “hola” inicial se convirtió en horas destinadas a la literatura, al cine, a la intensidad de la soldadura de arco y a las dificultades en el corte de materiales. Visitarlo se había convertido en un buen plan para mí. Con el tiempo comenzó a leer mis cuentos, los comentaba y compartía sus anécdotas, como las acrobacias en moto o su paso por los Panteras.

Días después del cumpleaños de su nieta, yo volvía de Buenos Aires perdido en alguna conversación o pensamiento. En la estación de Rosario nos tomamos un descanso para descomprimir las piernas y descender al mundo. Tres llamadas perdidas de mi amigo Javier descansaban en mi celular. No logro interpretar si la insistencia corresponde a un encuentro dionisíaco o a la proximidad de malas noticias. Su voz no es de festejo y el mensaje que sigue disipa toda duda: “Falleció Carlitos. Anoche se quedó mirando televisión y hoy a la mañana estaba ahí”.

No soy afecto a mostrar la tristeza en público. Siempre hay un pelotudo que interpreta una lágrima como una habilitación para darte una palmada en el hombro y decirte que no llores, que ya va a pasar. Y ante esas manifestaciones invasivas, solo sé responder insultando. Entonces guardé la tristeza para la soledad de mi casa y de Atila, el guardián canino.

Odio los funerales y toda la industria de la muerte que los rodea. Me fastidian. Solo voy cuando necesito despedirme del que se va. Y ahí estaba, despidiendo al que se iba, conteniendo las lágrimas en medio de otras personas que no estaban mejor que yo.

No suelo recordar las fotos que saco. Solo soy un aficionado sin muchas pretensiones. Lo que sí recuerdo son las últimas que le saqué a Carlitos con sus nietas, en aquel cumpleaños. No hay nada especial en la toma ni en la composición. Tampoco están entre las mejores fotos que saqué. Sucede que en esas capturas están presente las personas y el resultado del amor de dos familias, tres generaciones y mi testimonio como amigo, como protagonista y como fotógrafo.

Carlitos no se fue como aquellos que desaparecen y ya no dejan nada más que los recuerdos afectándose por la herrumbre. Él sigue presente en sus libros que hoy reposan en mi biblioteca y que me ayudaron a recibirme. Sigue presente en esas fotos que conservo y sigue presente cuando su hija ríe, porque también ríe él.

Pasaron algunos años desde mi primera soldadura. Mi torpeza social me arrastró con las manos vacías a todos sus convites. Tal vez la fotografía fue el único regalo que le hice, sin darme cuenta. Ya soldé en otras máquinas y tomé mates en otros talleres. Pocas veces apuro uno bien dulce en mate de madera y con el humo de los electrodos fundidos elevándose como incienso de templo. Pero cuando sucede,  me asalta el recuerdo de aquel día en el que dejé de lado mi tiempo de ocio para apostarme frente a su puerta y soldar una amistad que se niega a oxidarse.

 
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Publicado por en 20 julio, 2022 en Misceláneas

 

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