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Archivo de la categoría: Crónicas de un solitario

Crónicas de un solitario. El cumpleaños. – Parte 3

Vanina se levanta rápido. Vamos a buscar hielo y cigarros. Caminamos alrededor de veinte cuadras cuando, por fin, volvemos. La voz de Josefina no se percibe. Presiento que las cosas van mal. Le pido que haga silencio y escucho desde la calle. Hay murmullos y las palabras de la esposa de Franco son confusas. No me gusta.

No puedo evitar la puteada cuando me cae agua helada en el pie. La bolsa tiene un agujero y ella ríe a carcajadas. La puerta se abre. Vemos a la madre enmarcada, como un retrato, sosteniendo la criatura que ostenta un chichón perfecto en la frente. La expresión de Franco nos cuenta el resto: la pendeja se pegó un golpe en algún momento, la esposa se calentó por “descuidado”, se puso feo el ambiente y todos se fueron a la mierda mientras Vanina y yo dábamos vueltas. Más o menos es lo que va a relatar al otrMickey aprendiz de hechiceroo día.

“¿Les pido un taxi?”, pregunta el estúpido dando por terminada la velada. Estoy sobrio, con hielo que se derrite y una chica desorientada. “No tendría que haber venido”, me sigo repitiendo como mantra. Dos rolitos son para la nena. El resto de la bolsa muere en la entrada y sin dar muchas explicaciones, le pido a Vanina que busque la cartera. Los dos me miran. Mi voz es tan segura, que nadie se anima a la objeción. No sé dónde vamos pero ella viene conmigo.  La noche no termina ahí porque sigue en un barcito al paso. Lleva los pies firmes, bien apoyados, pero tiene algo etéreo en el andar. Es prolija, incluso cuando habla. No encuentro pistas de Rivotril y viste modales suaves, desbordados de dulzura. Resumiendo: tiene todos los atributos que jamás podrían enamorarme. Y eso sin contar que usa chatitas verde agua con moño en el empeine.

Nunca probé la segunda porción de especial y estoy mutando, como Hulk. Ya no puedo sostener la sonrisa. Pero ella es pediatra, entiende el hambre y sabe lidiar con chicos; así que elije cautelosamente guardar silencio hasta que empezamos con la hamburguesa. Para el bien de todos los presentes, decidió abandonar la triste Sprite Zero y se muestra amable con la cerveza.

Tercera botella. Hay vidrio en su mirada, el cansancio es evidente. Voy a servirle  lo que queda  pero rechaza el convite. La noche no da para más. “Voy al baño y me voy”, dice. Pretende conservar la elegancia en un intento desmedido. Tiene las piernas confundidas, pero encara airosa el letrero de “damas”.  Un chico deja sobre la mesa una tarjeta que, supongo, dice “te amo” o alguna cursilería impronunciable. Duermo el vaso uno, dos, mil minutos. Desde la profundidad aflora una molestia antigua. Llevamos tres horas conversando y no siento necesidad de huir. Ella tampoco se fue y ahora pronuncia desde el otro lado de la mesa: “¿Me acompañás a tomar un taxi?”. Contesto que sí, con la cabeza. La acompañaría hasta Ushuaia si me lo pidiese.

Vanina mira la tarjeta y me la extiende. Tiene impresa una frase de Disney. Ríe pero el cuerpo no la acompaña. Señala al puto Mickey, sonriente sobre la textura mate. Dejo un billete por ese souvenir de una noche desordenada. Compartimos la retirada mientras el ratón, inmóvil,  me sigue  sonriendo.

 
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Publicado por en 20 noviembre, 2014 en Crónicas de un solitario

 

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Crónicas de un solitario. El cumpleaños. – Parte 2

La historia de Mickey es una mierda. Se trata de un contingente de quinceañeros que viajan a Orlando. Uno de ellos, Martín, se lleva puesto al muñeco infame que cae de culo con su cara sonriente. Todos ríen a carcajadas, menos Martín, que intenta entender lo que está pasando cuando dos guardias lo llevan de los brazos a un cuarto sin ventanas para interrogarlo. Tres fluorescentes iluminan a los guardias, al acusado y a la mesa que los separa. Martín se mea encima, de puro miedo. Fin del cuento. La anécdota es una garcha, pero funciona.

No conviene llegar puntual. Un día con mucha suerte, sólo ayudás al anfitrión a poner un mantel, doblar servilletas y hablar hasta que empiezan a caer los que faltan. Un día malo, te toca conversar con su mamá, salir a comprar algo a último momento o abrir la puerta y sonreír (siempre sonreír) a cada uno que entra, explicando dónde dejar la cartera y soltar un “¿cómo estás?”, escuchar el condescendiente “bien” o el insoportable “en la lucha”. Pero llegar a tiempo significa levantar una vez el brazo para saludar a todos y acomodarnos en el rincón más lejano, donde haya bebida.

Treinta y cinco treinta de la calle Arenales. Ya pasaron las diez. Caigo una hora tarde, porque soy de los que llegan a tiempo. No alcanzo a tocQue los cumplas felizar el timbre. La voz chillona de Josefina cuenta la historia del forro de Mickey. Seguro que hay “alguno que otro» que se incorpora a “la banda de siempre” Algún invitado todavía desconocido. Esa historia y los detalles que les agregan cada vez que la cuentan sirve para romper el hielo con los nuevos. Espero que sea mujer y que esté buena. Mejor prendo un cigarro y espero que la historia de Disney termine.

Me gusta el habano, pero resulta presuntuoso. Cuando alguien lo fuma en público es porque tiene mucho estilo o porque piensa que automáticamente se convierte en Capone o en magnate. El habano tiene esa ambigüedad de ser exquisito y atraer pelotudos. Los cigarros holandeses, conservan bastante el sabor del tabaco y nadie te mira como un paria.

Abro la caja. Tres. No sé cómo voy a aguantar la noche con tres cigarros, pero no pienso ir a comprar ni entrar hasta que la historia de Disney no termine. Prendo tranquilo, espero en el árbol hasta la carcajada final y después entro. Pero algo sale mal, porque la moto del delivery llega antes de que termine el cigarro, toca timbre y la dueña de casa sale a recibirlo. Me ve (es imposible no ver a un tipo fumando en el árbol de tu vereda), me invita a pasar y la saludo sonriente, disfrazando el fastidio de la interrupción.

Me siento en el rincón alejado, sin interrumpir la historia, lo que me permite no saludar y observar a los nuevos.

En la mesa hay dos personas que no conozco. Él tiene la típica cara de boludo que suelo encontrar en nerds, empleados públicos o ingenieros químicos. Con la camisa a cuadros de mangas cortas, tratando de ponerle a su vida un estilo y una onda que no tiene. La ropa no trae el espíritu que se necesita para usarla. Estaría mejor con una chomba y un pantalón de gabardina. Pero no es asunto mío.

La otra desconocida es bonita y le estudio la cara: entre treinta y treinta y dos años, castaña clara y busca novio a gritos. Tiene tendencia a la obesidad, pero se mantiene muy bien a base de dieta. No mucha actividad física. Caminata, pilates o gimnasio tres veces por semana, para cuidar la salud y nada más. No está a gusto con su cuerpo. No creo que pueda encontrar más datos en las facciones, por ahora.

Tiene un vestido playero que resalta las tetas y oculta el resto del cuepo, hasta las rodillas. Las flores del estampado me resultan agradables. Son las chatitas verde agua las que me producen escosor, con el recurso básico del moño como adorno en la parte superior del empeine, que no alcanza a cubrir todos los dedos. Todavía no entiendo como no le ponen una patada en el culo, por mersas, a los diseñadores de calzados.

Es limpia. Impecable. Tiene aros de perla, colgante de oro con la letra “V”, el pelo lacio, sin planchar. Podría ser maestra jardinera, atender un negocio familiar o fabricar velas artesanales. La pienso agradable al trato, pero de la media, de ese promedio de personas que cualquier conversación me resultaría insoportable y tendría que mentir todo el tiempo o callar para no ofenderla. Vive con los padres o es madre soltera, de malogradas experiencias amorosas. Me sonríe cuando me siento en la única silla disponible, a su lado y pegada a un helecho.

No me gusta mentir, pero menos me gusta ofender. Ninguna de las dos posiblidades me hace sentir bien. Elijo no hablarle. Si puedo evitarlo, así será.

De golpe todos se ríen. La historia de Mickey terminó y llegan las presentaciones. El nerd se llama Cristian. Menciona que se dedica a la administración de servidores Linux y seguridad informática. Dilema resuelto. Ella, Vanina y toma Sprite. Le sirvo en su vaso, lo que agradece, pero me detiene. Toma Sprite Zero. Empiezo la noche con una porción de especial tibia y un vaso de Sprite ganado en mi intento de ser un caballero. No tendría que haber venido.

Los comensales no la ponen fácil y comienza la conversación sobre reencarnación y astrología, y en un viraje, terminamos hablando de hombres y mujeres. Leen un libro de Pilar Sordo y son psicólogos. Leen un libro de Coelho y son metafísicos. Leen a Barylko, y son filósofos. No lo soporto. Me encuentro diciendo:

-Y vos, Vanina, ¿a qué te dedicás?

-Soy médica pediatra

-Mirá No te hacía médica

-¿Qué pensabas? -qué pregunta de mierda, Vanina. No importa lo que te responda. La próxima pregunta será: ¿por qué pensaste eso?

-Maestra jardinera.

-¿Maestra jardinera? ¿De dónde sacaste eso?

¿Viste? ¿Viste?

-La cara, no sé. Pero estuve cerca. Los chicos te gustan.

-Si, la verdad que sí. Para mí son como pequeños maestros. Todos los días aprendo algo de ellos. ¿Te gustan los chicos?

Ay, ay, ay. La concha de mi madre. ¡La concha de mi madre! Mirá la pregunta de esta boluda. Si digo la verdad, me tengo que acoplar a las conversaciones de «la banda». Si miento, es la única posibilidad de tener una conversación diferente en la noche. No sé qué hacer.

Pero no hace falta hacer nada. Josefina pega un grito con la voz de piccolo que tiene, con una carcajada fuerte y todos nos volvemos para que ella siga siendo el histórico centro de atención de las reuniones. Nos cuenta que, otra vez, conoció al hombre de su vida y comienza el relato. Para contar que fue al kiosco, le mete casi diez minutos. Con esta historia, nos duerme o la puteo. «Esto pasa cuando sociabilizás», me repito como mantra. «Esto te pasa por pelotudo» me repito como castigo. Venir a la fiesta de tu amigo para escuchar la historia amorosa que no te importa. ¿Nadie me puede mandar un memo, mañana? Lleva cinco minutos sin parar. Parece que soy el único aburrido. Cuenta la cena en la que se conocieron, pero todavía no llegó a la parte en que se ven. A este ritmo, nos va a contar que le tocó una teta cuando amanezca, pero seguro que esa parte la esconde. Esto es una mierda. Ya decidí. Estoy dispuesto a todo con tal de no escucharla a Josefina.

-Me voy a comprar cigarros.

Josefina me odia.

-Traé hielo

-Yo voy con vos.

Todos se sorprenden. Incluso yo. La voz que habla es de Vanina y avisa que no lleva la cartera.

 
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Publicado por en 13 noviembre, 2014 en Crónicas de un solitario

 

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Crónicas de un solitario. El cumpleaños – Parte 1

Generalmente envía el correo para la reunión con dos semanas de anticipación, así podemos organizar y reservar el día. Siempre me llama el día antes, cuando ya caducó el tiempo de respuesta, porque no le respondí. Esta vez, no era la excepción. Me interrumpió cuando terminaba de cebarme el tercer mate.

-¿Qué hacés? Te llamo porque nunca me contestate el mail. ¿Venís mañana?

-No sé.

-Es mi cumple. No seas amargo.

Me conoce desde hace 20 años. Estaba ahí cuando le dije que no iba a ir de vacaciones con él porque éramos más de cuatro. Estaba ahí cuando decliné la invitación para ver a los Rolling, porque había mucha gente. Estaba ahí el día que le dije que era mi último recital del Indio, porque no aguantaba más convivir con tantas personas. No importa cuántas veces haya estado. En su diccionario, ser un amargo y un solitario son sinónimos. Suspiré. Nunca entendió, no tendría por qué entenderlo hoy. Metí todo el aire que pude en los pulmones, para seguir:

-¿Quiénes van?

-La banda de siempre. A lo mejor se suma alguno que otro.

A “la banda de siempre” también la conozco desde hace veinte años. Son otros ocho que desde hace diez años se enquistaron en la persona que son hoy y hacen, aproximadamente, las mismas cosas. El alguno que otro deber ser algún colgado que se acTeléfonoercó al grupo y lo van a introducir a “la banda de siempre” con la historia de Mickey.

-Dejame que vea. Tengo otro cumpleaños el sábado, por eso no respondí

-Andá a cagar. Siempre decís lo mismo para zafar. Vení. Si vos no tenés problemas para sociabilizar.

El hijo de puta me conoce las mañas, pero todavía no entiende que me gusta estar solo y que elegir la soledad no tiene que ver con tener problemas de sociabilidad, si no con elegir, de todas las posibilidades, la que sea un número impar y menos de dos. Pero él no entiende, como no entendió en el día del cumpleaños de su novia, cuando me levanté y le dije al oído que me iba, que necesitaba estar solo. Paró la música para escucharme y a los gritos me preguntó por qué me iba. Repetí lo mismo, pero esta vez todos escucharon y me miraron como a un leproso.

-Contame para la comida. ¿A qué hora es?

-A las nueve. Podés venir acompañado.

-Tipo diez estoy allá. Voy solo.

No le alcanza mi respuesta. Me cuenta de su hijita, me cuenta de su mujer, de los problemas del suegro, de su mamá. Hace dos meses que no hablamos y quiere ponerse al día, pero esta conversación es la misma que tuvimos hace dos meses. La diferencia es que la nena cortó los dientes y estuvo con mocos.

-Ya hablé mucho. ¿Vos?

No sé por dónde empezar. Ya no salgo con la chica que conoció, no trabajo de lo que él sabe, falleció el gato, me estoy por ir de la ciudad y mis viejos se fueron de viaje en un contingente de jubilados. No. No quiero hablar más. Me cansó.

-Todo igual por acá, Franquito. Nada nuevo.

-Qué tipo estructurado sos. ¿No te jode la rutina?

Sí. Definitivamente es un hijo de puta. Hace cinco años que sabe cuánto va a ganar, cuántos días de vacaciones le corresponden, dónde va a estar exactamente dentro de un mes y qué día se jubila. Tiene planificado la cantidad de hijos, el geriátrico, los asados que puede comer por el ácido úrico y las camisas. Lo sabe y le jode, así que mejor no meto el dedo en la llaga. No se engaña ni vende su vida como un logro. Eso, precisamente eso, lo hace mi amigo.

-Hago lo que puedo. Che, me tengo que ir. Llego tarde.

-Nos vemos mañana.

Miro el reloj y no entiendo qué pasó: compré una fiesta de cumpleaños para el sábado, se enfrío la yerba del mate y mañana me voy a tener que fumar la puta historia de Mickey, otra vez. Una vez más, aparecen los problemas que trae sociabilizar.

 
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Publicado por en 6 noviembre, 2014 en Crónicas de un solitario

 

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